La salud mental es la primera preocupación sanitaria de la
población, por delante de cáncer, covid o estrés. Pasamos, sin
darnos cuenta, de la ocultación a la exhibición.
Nos medicamos con ansiolíticos, té matcha, hierbas varias,
antidepresivos o píldoras homeopáticas. Acudimos a terapias
de todo tipo: saltamos del psicoanálisis a los cuencos tibetanos,
los coaches motivacionales, las constelaciones familiares o los
retiros espirituales. Todo vale para alcanzar la paz mental. Hay
quien le coge gusto al asunto y termina por convertirse también
en terapeuta.
Los trastornos mentales se han democratizado: Todos estamos
locos. Pero ¿de qué nos preocupamos exactamente? Depresión,
esquizofrenia, neurosis, son nombres que asustan y exigen un
tratamiento serio. Sin embargo, a menudo, no es eso lo que nos
aflige, sino algo mucho más cotidiano: Nuestras pequeñas
neuras, esas con las que convivimos y que son ya de la familia.
Nos amargan la existencia, pero nos resistimos a perderlas
porque sin ellas dejaríamos de ser quienes somos. ¿Deberíamos
considerarlas enfermedades? Dónde está el límite?
¿Por qué debería tratarme mi pulsión por evitar escaleras y
gatos negros mientras Iberia elimina la fila 13 de sus aviones?
Neuras, manías... las nuestras y las de la gente de nuestro
entorno, de eso va el espectáculo: Escogimos presentarlas aquí
como una celebración de la diferencia, nunca como un estigma
social.